El zigzag de Alberto Fernández en política exterior que desconcierta a propios y ajenos

En sólo una semana, a la abstención en la OEA le siguieron el llamado al embajador, el apoyo al informe Bachelet en la ONU y el rechazo al documento promovido por 59 países en Ginebra.


Por Jaime Rosemberg para La Nación.

Algunos atribuyen los vaivenes en un tema tan delicado a una mirada que mezcla la simpatía y la nostalgia por aquellos tiempos, hace cuatro décadas, en los que Nicaragua era el “faro” de los grupos de izquierda antiimperialista y eje de emotivas canciones de la trova cubana.

Otros aseguran que la necesidad de acomodar la política exterior a los dictados de China y Rusia pesa a la hora de las decisiones diplomáticas, mientras un tercer grupo, enrolado en la oposición, habla directamente de la “no política exterior”, de funcionarios sumidos en el desconcierto.

Lo cierto es que, sea por la razón que fuere, el Gobierno mostró una política zigzagueante en relación con el gobierno nicaragüense, acusado de múltiples violaciones de los derechos humanos, en menos de una semana.

Comenzó el martes de la semana pasada, cuando se abstuvo de votar en la OEA la condena al encarcelamiento de opositores por parte del “comandante” Daniel Ortega, con el argumento de la “no injerencia” en asuntos internos. Un razonamiento que se da de bruces con las críticas a la “violencia institucional” que el presidente Alberto Fernández le endilgó al gobierno de Colombia, semanas atrás.

La Casa Rosada pegó un volantazo el lunes, cuando, junto con México (que también se había abstenido en la OEA), decidió el llamado a consultas de sus embajadores en Managua, paso previo al retiro de la principal cabeza de la sede diplomática.

Ayer, mientras confirmaban que suscribirían la renovada versión del crítico informe de la expresidenta chilena Michelle Bachelet sobre el agravamiento del ataque a las libertades políticas y de prensa en el país centroamericano, los representantes argentinos en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, con sede en Ginebra, se rehusaban a firmar una condena paralela contra Ortega. Esa sanción había sido motorizada por países aliados de Estados Unidos, como Canadá, pero también por representantes de la región como Brasil, Chile o Perú. Ya en el país, el embajador en Nicaragua, Daniel Capitanich, espera instrucciones, aunque todas las opciones parecen abiertas.

“Siempre dijimos lo mismo. Sostenemos la política de no intervención y cuestionamos las violaciones de los derechos humanos”, contestan como un mantra desde los despachos oficiales.

Lo cierto es que esta postura, al igual que la pretensión del Presidente de convertirse en “nexo” entre regímenes de izquierda populista como Venezuela, Cuba o Nicaragua y los Estados Unidos, suena a voluntarismo y choca a veces con la realidad.

Esto lo ha demostrado el propio Ortega, quien a pesar de las presiones a las que se ve sometido, redobla la apuesta y continúa su “caza” de los sectores a los que considera “agentes extranjeros” o simplemente opositores a su gestión.

A pesar de esas evidencias, la consigna desde el gobierno de Fernández y la Cancillería es una sola: esperar y verificar si la presión internacional sobre el presidente nicaragüense da resultados.

Si ello ocurre, el embajador argentino en Nicaragua volverá a su puesto, aunque el escepticismo ronda por ahora en los despachos oficiales.

No son pocos quienes creen que el llamado a consultas de Capitanich por la “preocupantes acciones políticas-legales realizadas por el gobierno nicaragüense” contra candidatos de la oposición podría transformarse en una cuestión permanente.

Rencores

Más allá del rencor explícito que evidencia la decisión de no sumarse a ninguna propuesta que provenga del secretario general de la OEA, Luis Almagro, los vaivenes del Gobierno en los foros internacionales horadan un activo que el kirchnerismo venía enarbolando desde 2003: la defensa irrestricta de los derechos humanos, llevados en su momento al extremo de negar la contribución del gobierno de Raúl Alfonsín en la materia, por medio de la conformación de la Conadep y el posterior juicio a las Juntas Militares.

Quedar, por acción u omisión, del lado de un gobierno bifronte al que se acusa de causar más de 300 muertes en la represión de 2018, que quiere eternizarse en el poder sin más apoyos externos que los de Bolivia o Venezuela, puede atribuirse a la necesidad de contentar al nutrido sector del oficialismo que reclama “recuperar soberanía”, ya sea en el control de la Hidrovía, el no pago al FMI, conformar la “Patria Grande” y mantener distancia prudencial de los Estados Unidos. Suena a la búsqueda de un parche de ocasión, en ausencia de una política exterior con ejes inamovibles.

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